Recordando la masacre del 2 de agosto de 1810 .
El motín del 2 de agosto de 1810, fue un disturbio
ciudadano ocurrido en Quito, capital de aquel tiempo la Audiencia y
Cancillería Real de Quito, en la que la
agrupación de patriotas asaltó el Real
Cuartel de Quito con la
pretensión de liberar a los próceres que habían colaborado el año anterior en
la Primera
Junta de Gobierno Autónoma de Quito y
que habían sido denunciados de crímenes de lesa majestad para los cuales el
fiscal pedía pena de muerte.
La población quiteña asaltó dos cuarteles y una cárcel pero las jurisdicciones
realistas reaccionaron ejecutando a los presos. Luego, el conflicto se extendió a las calles de la
ciudad. Entre 200 y 300 personas (1% de la población de entonces), perdió la
vida en el combate. El saqueo de las
tropas realistas produjo pérdidas valoradas entre 200 y 500 mil pesos de aquel
año. La matanza como venganza, fue
organizada por el gobernador realista, Manuel Ruiz
Urriés de Castilla y Pujadas, I conde de Ruiz de
Castilla, tuvo amplia trascendencia en
toda la América Hispana, como un acto de crueldad y justificación de la "Guerra a Muerte" decretada por el libertador Simón Bolívar.
El Primer Grito de Independencia. El 2 de agosto de 1810
Los realistas de Quito y la Audiencia no fue de agrado el
anuncio de la llegada del delegado regio Carlos de Montúfar. Prontamente
enviaron a Bogotá el juicio en contra de
los patriotas, esperando las sentencias
de muerte dictadas por el virrey. La persecución fue a todos los implicados, como también a todas las clases sociales:
"El marqués de Miraflores murió de aflicción, cautivo en su
propia casa, y cuando el gobierno traslució la muerte, mandó custodiar el
cadáver y lo conservó hasta que fue enterrado, pues presumió que se trataba de
una fuga bajo el amparo de la mortaja de los muertos. La ampliación y
persistencia de esta persecución alarmó a todas las clases sociales, y fueron centenares los que se
ocultaron o huyeron buscando seguridad. Los víveres, en consecuencia,
comenzaron a escasear hasta el término de comprarse la fanega de maíz en diez
pesos, la de trigo en cuarenta y así todos los alimentos; y las tropas que
habían llegado, apoyadas a la protección de Arredondo, pusieron a rienda suelta
sus malas tendencias e injusticias. Ruiz
de Castilla dominado por el imperio de
Arredondo, se dejaba llevar como un niño.”
La incertidumbre entre los
quiteños y los realistas iba
fortaleciéndose. Empezaron los rumores de asesinar a los presos y del propio delegado regio,
quien aún no arribaba a Quito. Un capitán de apellido Barrantes advirtió con
ejecutar a los presos si las turbas intentaban asaltar la cárcel, rumor que
surgió a correr a fines de julio y principios de agosto. Entonces, grupos de
vecinos formularon un plan para liberar a los presos. Se atacarían dos
cuarteles: el Real de Lima y el de Santa Fe, que actualmente forman el Centro
Cultural Metropolitano de Quito, y
una casa cercana denominada El Presidio, donde estaban presos los
hombres del pueblo llano. Intento de liberación de los reclusos
Cuartel Real de Lima (actual Museo Alberto
Mena Caamaño), lugar en el que acontecieron
los eventos.
Llegó entonces el jueves 2 de agosto de 1810, poco antes de las dos de la tarde las campanas de
la catedral tocaron a la convocación. Era la señal acordada
para que los conspiradores, que paseaban discretamente por la Plaza Mayor, y los atrios de la catedral y la iglesia de El
Sagrario, entraran en acción. Se
considera que no menos de tres mil soldados tenía el ejército colonial, a los
que planeaba enfrentarse un puñado de patriotas.
El primer ataque fue contra El Presidio, según
destaca Pedro Fermín Cevallos:
Llegó el día y la hora en
que los conspiradores acababan de asegurarse, sonando las campanas de alarma, y
los llamados Pereira, Silva y Rodríguez, capitaneados por José Jerez, acometen
contra el penal, matan al guardia de una puñalada, hieren al oficial de servicio,
dispersan a los vigilantes y se incautan
sus armas. En esta cárcel había sólo una escolta de seis hombres con el
oficial y cabo respectivos, logran libertar a los presos, se visten, en junta de
seis de estos, de los uniformes que encuentran a mano, y salen hechos soldados
y con armas, directo a los cuarteles en auxilio de sus compañeros, a quienes
suponían luchando todavía, conforme al acuerdo estipulado. Los otros presos
huyeron la mayor parte, y cinco de ellos, atribuyéndose de honrados, se quedaron
en el presidio para acoger poco después una muerte injusta.
El segundo ataque fue contra el Cuartel Real de Lima, en la
actual calle Espejo:
Al repique de las campanas, quince minutos antes de la hora
dada, Landáburo a la cabeza, y los dos hermanos Pazmiños, Godoy, Albán,
Mideros, Mosquera y Morales, armados de puñales, obligan y derrotan la guardia
del real de Lima, y quedan dueños del cuartel. Con las armas intimidan a los soldados que se encuentran esparcidos por los pasillos bajos y
patio, se van en cadena a los calabozos para dejar libre a los presos que, a
juicio de ellos, era lo más necesario y apremiante para el buen triunfo de su
valentía.
El capitán realista Galup, al prevenir el atraco, grita
"fuego a los presos" y desenvaina la espada para atacar. Cae, luchando con valentía atravesado por una
bayoneta. En el primer momento, y tomados por sorpresa, 500 soldados de la guardia (del batallón de
Pardos y Morenos de Lima) no mostraron demasiada resistencia; pero después
reaccionaron y disparando un cañón hicieron fuego sobre los agresores.
Durante lo ocurrido, el tercer grupo, que debía atacar el
cuartel de Santa Fe, no lo hizo. Esto dio tiempo a los militares neogranadinos
de reaccionar. La batalla empezó a difundirse en las calles. El oficial
realista Villaespesa cae muerto, por lo que el comandante de los neogranadinos,
Angulo, se hizo presente en su cuartel y tomó el dominio del lugar.
Al llegar Angulo y no ser atacado, los soldados neogranadinos usan
uno de sus cañones para derribar la pared que separaba su cuartel del Real de
Lima, en donde se suman al conflicto. Los ocho quiteños que embistieron el
cuartel fueron tomados por sorpresa; dos de ellos, Mideros y Godoy, cayeron muertos al procurar escapar.
Angulo mandó cerrar la puerta del cuartel y comenzaron los asesinatos.
De oportunidad, la gente que había liberado a los detenidos
en El Presidio procuró atacar el cuartel, pero desde el
contiguo Palacio Real de las ventanas del cuartel empezaron a disparar
los realistas, ahuyentando a los sublevados. En el interior, los soldados comenzaron
a cumplir su amenaza de fusilar a los presos. Contrariamente a la creencia
popular de que los mataron en los sótanos del cuartel -reforzada por la
instalación de un museo de cera en el siglo XX-, la mayor parte fueron asesinados
en los pisos altos y solo un preso del sótano murió. Incluso, quienes
estaban en las catacumbas lograron llegar a las alcantarillas y el estrecho bajo el
edificio logrando huir por ellas.
La consternación que tuvo la ejecución del prócer Manuel
Quiroga, ejecutado frente a sus hijas,
que habían acudido a visitarlo.
La forma en la que el joven sublevado Mariano Castillo se salvó de la
masacre, haciéndose pasar por muerto, fue muy comentada:
Aconteció que otros
próceres que se salvaron de la muerte por diferentes medios:
Don Pedro Montúfar, don Nicolás Vélez, el presbítero Castelo, don Manuel
Angulo y el joven Castillo, de quien hablamos, fueron los únicos presos que, de
los que ocupaban los calabozos altos, lograron huir. Montúfar se hallaba muy
enfermo, y había conseguido salir del
cuartel tres días antes del fatídico día: Vélez disimuló ser loco ante el
remate, y con tanta naturalidad que, mofándose de la inspección y examen de los
facultativos, tuvo que ser arrojado a empujones del cuartel como insoportable
demente; Castelo y Angulo consiguieron fugar en junta de los asaltadores al
cuartel, porque posiblemente no estuvieron aherrojados como los otros presos, o
estuvieron ya desengrillados. En los calabozos bajos sólo fue asesinado don Vicente
Melo: el resto escapó, uniéndose a Landáburo
y los Pazmiños, huyeron por los agujeros que iban directo por
la quebrada que recorre bajo el cuartel.
La matanza en las calles de Quito
Estampilla donde se muestran imágenes de la matanza
Concluida la ejecución
de los patriotas, las tropas coloniales empezaron a disparar a la población que
se encontraba afuera del cuartel y en las calles próximas. Algunos de los
conspiradores respondieron con fuego de fusiles y escopetas. El conflicto
inició en la actual calle García Moreno. Los sublevados disparaban contra las
fuerzas coloniales, hasta que fueron obligados a retornar hacia la actual calle
Rocafuerte, donde está ubicado el Arco de la Reina y el Museo
de la Ciudad (tradicional hospital San Juan de Dios).
Los soldados
realistas ascendieron al Arco y desde ahí cogieron en dos fuegos a los
quiteños, frente a la Iglesia de la Compañía. Los quiteños se
esparcieron, conduciéndose a los barrios de San Blas, San Roque y San Sebastián.
Un testigo presencial, convocado por Cevallos, dice:
«Uno de los presos que salieron del prisión, dice el doctor Caicedo, se
colocó en el acera de la Catedral, y desde allí arrolló a los mulatos (las
tropas de Lima), acabados los cartuchos le acertaron un balazo. Quedó caído y medio
muerto, y fueron a eliminarle con las cachas de los fusiles. Repitieron la
escena con una india que estaba en la plaza (de la Independencia), y con un músico que iba para el monasterio del
Carmen de la nueva fundación. Todo esto pasó por mi vista».
Hasta algunas
mujeres quiteñas se sumaron a la lucha, como refleja este testimonio:
Pasó una patrulla armada hacia el puente de la Merced, vieron pocas mujeres que no pasaban de seis. Se
encargaron de perseguirla y asesinarla, con piedras logrando ponerla en fuga vergonzosa.
La orden de Ruiz de Castilla, iba más a allá del simple saqueo:
había dispuesto incendiar la ciudad como venganza. Otro español, el oidor de la
Real Audiencia Tenorio, se opuso al castigo. Pero los soldados cumplieron con
el resto del precepto, que consistía en:
Salieron todos los soldados en patrulla por todas las calles, matando a
fuego y espada a cuantos encontraban en el camino, a cuantos veían en los
balcones y cuantos se paraban en las tiendas y zaguanes; no escapándose de este
rigor niños ni mujeres, de los cuales se sabe que fueron hasta trece y de las
mujeres tres.
A la matanza, las
tropas realistas se sumaron al saqueo. Precisan los testigos presenciales, en
testimonios conservados por Cevallos:
Entraron en las casas que más noticias tenían de acaudaladas, y
saquearon cuantos doblones, moneda blanca, alhajas, plata labrada y ropas
encontraron. La de don Luis Cifuentes, al que le quitaron más de siete mil
pesos en doblones, cincuenta y siete mil en dinero blanco. No contentos con
robarse lo dicho, despedazaron muchos espejos de cuerpo entero, arañas de
cristal y relojes de mucho aprecio, saliendo con los baúles a la calle en la
esquina de San Agustín (Venezuela y Chile actualmente) a repartirse entre ellos
todo lo que habían saqueado. Por la noche rompieron muchísimas puertas de tienda,
y cobachuelas del comercio las dejaron
en esqueleto, continúan aún hasta hoy haciendo muchísimas extorsiones, hiriendo
y lastimando a los que procuran defensa.
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